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¿como amas tu?

viernes, 15 de octubre de 2010

Reconciliaciones

Dice el saber popular que en toda pareja existen peleas, y que lo mejor de esas peleas son las reconciliaciones.
Asimismo, algunos iluminados sostienen que las peleas “hacen bien”, que ayudan a los integrantes de la pareja a conocerse más. Los más extremistas confiesan en rueda de amigos que muchas veces provocan peleas absurdas, generalmente violentas, para disfrutar luego del sexo reconciliatorio.
Y de todo esto vamos a hablar hoy, que me levanté de un humor fenómeno. Veamos por partes las afirmaciones anteriores.
En toda pareja existen peleas. Sí, bueno, pero bien podría no haberlas. Sería mejor. El reconocimiento de la existencia de las peleas no significa que éstas sean buenas. Es absurdo que frente a una severa disputa con su novia, uno le reste importancia pensando: “Y bueh, en toda pareja hay peleas...”. Es como conformarse diciendo que pobres ha habido siempre, que todos nos vamos a morir algún día o que peor es vivir en Somalia. Las peleas están, sí. Pero son una mierda. Es hora de que se sepa.
El siguiente punto dice que lo mejor de las peleas son las reconciliaciones. Otra pavada monumental, similar a decir que lo mejor de las guerras son sus finales. Claro que sí, vaya novedad. No es que una reconciliación sea lo mejor. Es mejor que la pelea, en todo caso. No es que la firma de un tratado sea lo mejor. Es mejor que la guerra pero quedan dos o más países hechos mierda, con varios miles de muertos y un futuro negro.
Después seguiremos con este temita, pero antes veamos el tercer asuntito, que dice que las peleas sirven para conocerse más, como si tirarse con ceniceros fuera una actividad académica. ¿Qué aprendimos luego de una reyerta conyugal? Nada, excepto que nuestra mujer tiene una respetable habilidad para manejar la zurda para dar puntapiés, que arregla la lámpara que nos regaló la nona y que sirvió como proyectil (la lámpara, no la nona) nos va a costar medio sueldo, y que el Ratisalil no sirve una mierda para calmar el dolor de una patada en los huevos.
Hasta aquí, nadie va a poder demostrarme lo maravilloso y “normal” que tienen estas escenas de violencia.
Pero sigamos profundizando, dijo el ginecólogo.

RECONCILIACIONES EN GENERAL

Básicamente hay tres tipos de reconciliaciones:
a) La negociación;
b) El “aquí no ha pasado nada”; y
c) La rendición lisa y llana.
La primera de ellas suele ser la más publicitadas por los matrimonios
modernos y psicoanalizados, quienes creen que todo puede charlarse, entenderse y explicarse. Estas gentes sostienen que hasta la corneada más atroz puede solucionarse mientras se toma un café. Sin ser tan fanáticos, esta “negociación” se basa en un intercambio de ideas, en la que el marido le manifiesta a su mujer que no le pareció bien que ella se encamara con el vigilante de la esquina. Ella se defiende argumentando que lo hizo para castigarlo a él (a su marido, no al vigilante que la pasó fenómeno) porque la semana pasada no quiso llevarla a ella al cinematógrafo. El comprende y justifica el accionar de la señora y llegan a un acuerdo: él la llevara todos los fines de semana a ver todos los estrenos hollywoodenses y ella no volverá a encamarse con agentes del orden.
Todo esto que parece tan civilizado y “chic”, no es más que una formidable pelotudez. En estas negociaciones siempre hay uno que pierde y otro que gana y, casualmente, quien más gana es quien se mandó la mayor cagada. El que ha sido cagado termina pidiendo perdón y sacrificando cosas que van desde el orgullo hasta algunos hábitos.
La segunda opción, la de “aquí no ha pasado nada”, también es peligrosa, aunque muy romántica y cinematográfica.
Consiste más o menos en lo siguiente: una pareja se pelea por motivos que no vienen al caso pero que seguramente son culpa de la mujer. Se gritan, se putean, se arrojan con comestibles, pasan luego a tirarse con adornos y elementos de cierto peso y volumen. El le grita “puta”, ella le dice “enfermo”, el vuelve a decirle “puta”, ella lo acusa de “inmaduro”, el insiste en gritarle “puta” y no por falta de originalidad, con lo que ya podemos ir sospechando por dónde pasa el quid de la cuestión. Ella le saca la lengua con gesto burlón. El intenta sacarle un ojo, pero con un picahielo. Ella le tira con lo primero que tiene a mano, en este caso la tortuga, y se refugia en el cuarto de baño. El le tira la puerta abajo. Ella se frota la barbilla diciendo “chiva, chiva”. El arroja un trompazo. Ella se agacha y el puño se clava en el espejo del botiquín. Rato más tarde, cuando él regresa de la salita de primeros auxilios convertido en el primer hombre con espejo retrovisor incorporado a la mano, ella lo espera envuelta en un body rojo. El la abraza. Ella se pincha con un pedacito de espejo que al tipo le queda entre el pulgar y el índice. Ambos ríen. Se besan. Se acarician. Se cogen. Bueno, no, él la coge a ella, no seamos tan bizarros. Y luego del orgasmo siguen besándose y haciéndose mimos.
De la pelea ni rastros. Si esto fuera una película, éste sería el momento para los títulos de cierre, todos felices y contentos. Pero no es una película, no. Es la vida real. Y ahí están los dos, momentáneamente reconciliados, pero con un montón de mierda flotando alrededor, con la mitad del mobiliario roto, con una mano inutilizada para siempre, con un montón de puteadas cuyos ecos todavía resuenan en la habitación.
¿Aquí no ha pasado nada? ¡Las pelotas!
Aparentemente ya está todo bien. Pero no. La mierda quedó. Y volverá a salir a flote en cuanto uno de los dos se acuerde. En cuanto el tipo vaya a afeitarse a la mañana y descubra que no hay botiquín y que tendrá que afeitarse mirándose en su mano derecha. En cuanto ella se tenga que maquillar de memoria. En cuanto no encuentren algunos de los objetos que volaron tres pisos abajo. En cuanto el “amiguito de la infancia” de la chica, el hijo de un millón de putas que provoco todo este incidente aparezca otra vez o llame otra vez. En fin, en cualquier momento, antes o después, la mierda saldrá a flote y los tapará a los dos de una vez y para siempre.

¡ME RINDO, ME RINDO!

Este último caso ni siquiera debería ser tomado en cuenta por un varón, pero veámoslo por las dudas, que nunca viene mal.
Supongamos que, apenas iniciada su relación de pareja, usted tiene un pequeño e insignificante entredicho con su novia. Una pavada, supongamos que usted se olvidó de que en determinada fecha se cumplieron tres semanas de la segunda vez que fueron al cine. Ella se hace un poco la ofendidita y usted, un poco para divertirla y un poco para terminar ya con la miniescena y dedicarse a coger, se hace un poco el boludo e imita por ejemplo a un animalito: “¡Beee, beee... soy la ovejita tristona! ¿Me perdonás, beee...beee?”. Su novia, en parte enternecida, en parte tentada de la risa al ver a un pelotudo de 90 kilos, en slip rojo y con barba de una semana haciendo beee, beee, lo perdona y a otra cosa mariposa.
A las dos horas usted se olvida del tema y, cuando le sugiere a su chica la idea de ir a cenar, ella se niega.
-¡No quiero!
-¿Qué mierda te pasa?
-Nada. Estoy enojada.
-¿Enojada por qué?
-Ah, no sé... pero estoy enojada. Pedime perdón –dice ella sonriendo un poco-.
-¿Por qué mierda te voy a pedir perdón por algo que ni sé qué es?
-Haceme la ovejita.
-¿?
-¡La ovejita! ¡Bee bee!
-¡Ah, bueno! Bee be... ¡Listo, vamos a comer!
-No, no! ¡Hacela bien! ¡Con trompita!
Y usted hace la ovejita, beee beee, con trompita y todo y van a cenar.
Esta pelotudez, aparentemente insignificante, se pone peligrosa cuando pasa a convertirse en mito imprescindible para cualquier intento de reconciliación, por fuerte que sea la pelea y sea cual fuere el lugar donde se encontraren, digo yo por no haberle pifiado a las conjugaciones.
A partir de ahora, usted deberá imitar a un ovino maricón cada vez que su novia se haga la ofendida, sin importar que estén en un restaurante de categoría, compartiendo una cena con el gerente de su empresa.
Usted ha sentado un precedente y a partir de ese momento, antes de intentar cualquier tipo de diálogo serio con su pareja, deberá imitar el balido de una oveja malcogida poniendo trompita, aunque estén peleando porque ella se puso en pedo y le eructó en el oído al gerente.
Además, dejando de lado lo del beee, beee, que puede ser una gracia, después de todo, lo importante es que usted pidió perdón primero –recordemos que por una boludez-, y desde ese momento deberá pedir perdón siempre, en cualquier ocasión, cualquiera sea el motivo y cualquiera sea el culpable.
Una cagada, vea.

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